Hay que ser idiotas
Hace pocos días me sorprendí en un almuerzo familiar alineado con una tía católica mientras defendía el voto por un cambio pese a lo que decían sus amigas y en cambio, supe que serían las últimas cervezas con ese primo buena onda que afirmaba, con semblante serio y un tono de voz grave, que todo daba igual porque los gringos ya habían decidido los resultados. “No puede ser”, pensé.